Historia General del Pueblo Dominicano Tomo III
178 /D HFRQRPtD \ OD YLGD FDPSHVLQD ÀQHV GHO VLJOR XVIII -c1870) Otros atributos de la isla Española fueron igualmente alabados por quie- nes la conocieron en los tiempos coloniales. Admiración e incluso exageración provocaron sus cuerpos de agua, cuya gran cantidad asombraba a oriundos y forasteros. El mismo Alcocer aludió a su gran cantidad de «ríos y arroyos», cuyo «numero pone admiración», ponderación que no efectuó necesariamente «por alabança, que plugiera a dios no fuera tan abundante de aguas y ríos quiça fuera menos humeda y mas sana». Según este cronista, la Española contaba con cerca de doscientos ríos y arroyos que tenían salida al mar, de los cuales unos setenta, dijo —con no poca exageración—, «son ríos caudalosos y navegables tan grandes como Hebro, Duero y Guadalquivir en España». Tanto en sus ríos como en sus lagunas abundaban los peces y las hicoteas; en algunos de ellos, hasta caimanes había. 18 Asimismo, admiración casi unánime suscitaron los bosques de Santo Domingo, alabados tanto por su abundancia como por su diversidad y frondosidad. De sus maderas se alegaba que «no le falta ning[una] de las preciosas de las Indias y algunas de Europa». 19 Entre esos árboles made- rables se encontraban la caoba, el cedro, el guayacán, el capá, el roble, el nogal, el pino y el ébano. Y aunque localmente era limitado el uso que se hacía de esas maderas nobles, varios árboles recibían diversos usos, sobre todo por los habitantes del campo. De particular utilidad resultaban las palmeras, de las cuales había varios tipos. De la más común de ellas se obtenían «unas camiças de palmito de la palma que llaman yaguas que sirve de texa para cubrir las casas de paja». 20 También se obtenía «tablazón, de que se hacen las cercas de los bugíos, y de sus cáscaras se cubren, [y] su cogollo se come; […] y de ella sacan vino de la tierra». 21 Además, el fruto de esas palmas servía como alimento a los miles de cerdos que pululaban por el campo dominicano. Tales encomios contrastan con el estado de abandono en que, según uná- nime opinión, se encontraba Santo Domingo. Aparte de la explotación de su ganado, usado principalmente para obtener los cueros y, en segundo lugar, para extraer su sebo, era poco más lo que se aprovechaba de sus prodigiosos dones. Los insistentes elogios a sus recursos y los alegatos acerca de su enorme potencial productivo —que alcanzaban a veces dimensiones fantásticas— eran acompañados casi invariablemente por lamentos, igualmente machacones, sobre la falta de atención, y la desidia y la indiferencia con que los habitan- tes de la colonia y la metrópoli manejaban sus recursos. Tales dictámenes se volvieron particularmente obsesivos durante el siglo XVIII conforme la parte occidental de la isla se fue transformando, bajo la égida de Francia, en una próspera economía de plantación. Entonces, tanto extranjeros como crio- llos enfatizaron los contrastes existentes entre la colonia francesa de Saint- Domingue —convertida en un emporio de riquezas gracias al trabajo de miles
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